Franco Scattolo. |
Comienza Franco a recordar: “Mi papá, Ángelo Bruno, de joven, en Véneto, Italia, estaba de novio y ya tenía sus ahorros para construir su propia casa, cuando sobrevino la guerra y fue prisionero de los alemanes, pero sobrevivió. Una vez libre, se percató de que sus mismos ahorros no le alcanzaban para comprarse un par de zapatos. Le prometieron un trabajo en el ferrocarril, pero nunca se lo dieron y se enojó. Decidió venirse, sin un peso, a la Argentina. Así fue como vino a Villa Regina, donde lo esperaba un primo. Ahorró con sus primeros trabajos y le devolvió el dinero del pasaje a mi abuelo, y después le envió para el pasaje a su esposa, Virginia Biasi”.
“Mi padre la esperó en Buenos Aires e hicieron 46 horas en tren hasta Regina. Muchos años después, mi madre recordaba con risas que, en aquel viaje, observando ella el ganado en las pampas le preguntó a mi padre dónde lo guardaban de noche…” –también se ríe Franco.
Y continúa: “Aquí nacimos sus tres hijos y mi padre nos enseñó el valor del sacrificio. Recuerdo que además, nos controlaba si teníamos las uñas limpias. El oficio de mi padre era de maestro mayor de obra y recorrió kilómetros en bicicleta construyendo las compuertas y puentes en las chacras, para el sistema de riego que se venía instalando para la fruticultura en el Valle de Río Negro. Después se compró una moto y en ella iba a construir casas”.
“Con mucho sacrificio, mi padre Bruno decidió comprarse una chacra. Como se hacía mucho tomate para industria, plantó tomates. Y después, frutas de carozo, ciruelas y especialmente, duraznos. Plantó dos vides con el objeto de hacer vino para consumo familiar, aunque le vendía algo a un par de bodegas. Añoro los tiempos de vendimia, cuando cosechábamos y luego hacíamos vino. Además, papá carneaba uno a dos cerdos al año para hacer sus propias facturas de chacinados y embutidos caseros. Trabajó hasta los 84 años con la pala al hombro y regando, porque era lo que lo mantenía vivo. Él pensaba que los que tocaban la guitarra y tomaban mate, eran vagos”, se ríe, Franco.
Y continúa: “Aquí nacimos sus tres hijos y mi padre nos enseñó el valor del sacrificio. Recuerdo que además, nos controlaba si teníamos las uñas limpias. El oficio de mi padre era de maestro mayor de obra y recorrió kilómetros en bicicleta construyendo las compuertas y puentes en las chacras, para el sistema de riego que se venía instalando para la fruticultura en el Valle de Río Negro. Después se compró una moto y en ella iba a construir casas”.
“Con mucho sacrificio, mi padre Bruno decidió comprarse una chacra. Como se hacía mucho tomate para industria, plantó tomates. Y después, frutas de carozo, ciruelas y especialmente, duraznos. Plantó dos vides con el objeto de hacer vino para consumo familiar, aunque le vendía algo a un par de bodegas. Añoro los tiempos de vendimia, cuando cosechábamos y luego hacíamos vino. Además, papá carneaba uno a dos cerdos al año para hacer sus propias facturas de chacinados y embutidos caseros. Trabajó hasta los 84 años con la pala al hombro y regando, porque era lo que lo mantenía vivo. Él pensaba que los que tocaban la guitarra y tomaban mate, eran vagos”, se ríe, Franco.
“Fui a una escuela técnica salesiana –sigue ‘El tano’ recordando- y me gustaba jugar al fútbol, pero a veces no podía porque tenía que cosechar con mi padre. La chacra, al principio, no me atraía, pero después me empezó a gustar. Iba caminando al colegio con 6 a 8 grados bajo cero, aunque lloviera. La tierra con el hielo se ponía como cemento. Después, hice la colimba en Comodoro Rivadavia, me casé en 1983 y no conseguía trabajo. Cuando mi ex esposa quedó embarazada, decidí irme con ella, a trabajar al Mercado de Productores y Abastecedores de Santa Fe, donde me quedé seis años, porque ya había estado allí y tenía muy buenos amigos. En aquella ciudad, con 23 años, fui papá y en un par de años había logrado ser dueño de un puesto en el Mercado. Para ello me ayudaron mucho, ‘Bichi’ Mazucca y el gordo Cordó”.
“Comercializaba frutas de carozo y de pepita. Luego empecé a viajar para conocer otros mercados de mi país. El primero que sale al mercado con sus frutas es el de Jujuy, después el de San Pedro, le sigue el de San Juan, posteriormente Mendoza y finalmente Río Negro. Estuve 6 años y de paso estudié arquitectura, me recibí, pero al volver a Regina, nunca ejercí. Me di cuenta de que había estudiado por mi padre, pero me tiraba más su imagen en la chacra, y sus relatos de cuando cultivaban duraznos en Italia con mis abuelos”, afirma.
Franco relata sus comienzos, ya de vuelta en su pago: “Poco a poco logré comprar cuatro chacras, con un total de 40 hectáreas, alrededor de Regina. Empecé plantando frutas de carozo, duraznos, pelones, ciruelas. Después sumé frutas de pepitas, peras y manzanas. Acá aún regamos a manto y nos manejamos con el ‘tomero’. Registré mi marca ‘Sol Patagónico’ en 1989. Vino la época de Menem y me metí en una cédula hipotecaria que me costó mucho pagarla y logré salir como gato entre la leña. Casi pierdo todo. No me agarró el corralito porque no tenía ni un peso”.
“Comercializaba frutas de carozo y de pepita. Luego empecé a viajar para conocer otros mercados de mi país. El primero que sale al mercado con sus frutas es el de Jujuy, después el de San Pedro, le sigue el de San Juan, posteriormente Mendoza y finalmente Río Negro. Estuve 6 años y de paso estudié arquitectura, me recibí, pero al volver a Regina, nunca ejercí. Me di cuenta de que había estudiado por mi padre, pero me tiraba más su imagen en la chacra, y sus relatos de cuando cultivaban duraznos en Italia con mis abuelos”, afirma.
Franco relata sus comienzos, ya de vuelta en su pago: “Poco a poco logré comprar cuatro chacras, con un total de 40 hectáreas, alrededor de Regina. Empecé plantando frutas de carozo, duraznos, pelones, ciruelas. Después sumé frutas de pepitas, peras y manzanas. Acá aún regamos a manto y nos manejamos con el ‘tomero’. Registré mi marca ‘Sol Patagónico’ en 1989. Vino la época de Menem y me metí en una cédula hipotecaria que me costó mucho pagarla y logré salir como gato entre la leña. Casi pierdo todo. No me agarró el corralito porque no tenía ni un peso”.
“Me fui acomodando hasta que hoy, comúnmente contrato 18 a 20 cosechadores, 6 a 8 podadores, 12 a 15 raleadores, y tengo 4 empleados permanentes. Hacemos cultivos anuales. Producimos 200.000 kilos de fruta de carozo y 500.000 kilos de fruta de pepita, por año”.
Scattolo entra en detalles: “El carozo no es como la pepita, porque hay que tener más cuidado con las heladas, pero lo tenés que vender enseguida. Y la cantidad que se produce por hectárea, es menor, aunque los gastos son menores, vendés y colocás. La manzana y la pera se almacenan y se venden durante el año. Alquilo cámaras de frío a un frigorífico. Vendemos a los mercados centrales de Buenos Aires, Paraná, Santa Fe, Córdoba capital, Río Cuarto y Guaymallén”.
Y Franco fue por más: “Un día vi que los damascos de San Juan y de Mendoza no eran buenos y empecé a investigar el tema, las variedades, hasta que seleccioné a dos, búlida y orange, y aposté a ellas. Probé de cosecharlos con mujeres, porque son más detallistas. La cosecha de damascos es muy violenta, porque debe hacerse de modo muy rápido, ya que si se te pasan, los tenés que tirar, porque no llegarán al Mercado. Para el mercado interno hay que buscarles el punto justo de maduración de azúcar por sobre la acidez, un sabor de excelencia. Nosotros no exportamos –aclara-. Se hacen tres cosechas de tres días. Acá no abunda esta producción, porque lleva mucho tiempo aprender a manejarlo, y producirlo cuesta caro”.
Franco cuenta una técnica curiosa: “Durante las heladas tardías que comienzan en agosto, cuando empieza la floración, tenemos por las noches entre 4 y 7 grados bajo cero. Y durante el día, unos 20 a 21 grados de máxima. Cuando la temperatura ambiente va a empezar a bajar de cero, cubrimos las flores con agua por aspersión, para que se vayan congelando, a fin de que su núcleo -que es el fruto que se está cuajando, y el cual es pequeñito y, en su mayoría, acuoso- no baje del grado cero y no se hiele. Con este clima de temperaturas extremas, estamos teniendo noches en enero en que hacen 30 grados y la fruta sigue madurando sin sol, y eso la perjudica”, señala Franco.
Y Franco fue por más: “Un día vi que los damascos de San Juan y de Mendoza no eran buenos y empecé a investigar el tema, las variedades, hasta que seleccioné a dos, búlida y orange, y aposté a ellas. Probé de cosecharlos con mujeres, porque son más detallistas. La cosecha de damascos es muy violenta, porque debe hacerse de modo muy rápido, ya que si se te pasan, los tenés que tirar, porque no llegarán al Mercado. Para el mercado interno hay que buscarles el punto justo de maduración de azúcar por sobre la acidez, un sabor de excelencia. Nosotros no exportamos –aclara-. Se hacen tres cosechas de tres días. Acá no abunda esta producción, porque lleva mucho tiempo aprender a manejarlo, y producirlo cuesta caro”.
Franco cuenta una técnica curiosa: “Durante las heladas tardías que comienzan en agosto, cuando empieza la floración, tenemos por las noches entre 4 y 7 grados bajo cero. Y durante el día, unos 20 a 21 grados de máxima. Cuando la temperatura ambiente va a empezar a bajar de cero, cubrimos las flores con agua por aspersión, para que se vayan congelando, a fin de que su núcleo -que es el fruto que se está cuajando, y el cual es pequeñito y, en su mayoría, acuoso- no baje del grado cero y no se hiele. Con este clima de temperaturas extremas, estamos teniendo noches en enero en que hacen 30 grados y la fruta sigue madurando sin sol, y eso la perjudica”, señala Franco.
“Cada 20 días aplicamos un protector solar sobre los frutos, con el cual aminoramos el daño por un exceso de sol. A medida de que va creciendo el fruto, va perdiendo cobertura y por eso debemos volver a aplicarlo cada 20 días. Hemos tenido en lo que va de este verano, temperaturas máximas de 39 grados y por las noches suele bajar 15 a 20 grados”, indica el tano fruticultor.
Lo bueno es que Franco no está solo: “En 2016, mi hijo Ricardo (33), recibido de ingeniero agrónomo en la UBA, le propuso a su novia venirse a trabajar en la chacra y aceptó. Como ella es paisajista, además pusieron un vivero. Después mi otro hijo Flavio (36), que estudió administración, en 2018 estaba cansado de vivir en Buenos Aires y decidió volver. Hoy me ayuda en la parte administrativa y la comercialización. Mi hijo Franco Andrés (40) es médico en General Roca, pero los días que no tiene guardias se viene a ayudarnos en la chacra. Gabriel (32) es economista y desde Buenos Aires nos asesora en todo lo financiero o para contratar un seguro. Ricardo se ocupa de la producción y yo quedé como gerente. Lo bueno es que, si no estoy, ahora la empresa con mis hijos funciona igual o mejor que cuando estoy”, declara el fruticultor, lleno de orgullo. Franco advierte que “la fruta de pepita es como una ficha de casino, una timba, porque la cosechamos en abril y tardamos 8 a 9 meses en venderla. Cada semana vamos empacando y enviando al mercado, dependiendo de la situación financiera del país, del tipo de cambio, porque todos los insumos nos cuestan en dólar blue y vendemos en pesos, una locura. El desafío consiste en disponer de fruta cuando vale bien, ya que se rige por la ley de oferta y demanda. Este año, con la manzana y la pera, o perdimos plata o apenas salimos sin perder, pero no ganamos”.
El tano Scattolo reflexiona: “Yo hoy me pregunto por qué sigo haciendo esto, pero me doy cuenta de que no lo voy a abandonar. Además, si llegáramos a parar la producción, la chacra se caería a causa de una helada, o por una plaga como la carpocapsa, o por el piojo de San José, o la arañuela, o la cochinilla, y tardaríamos 4 o 5 años en recuperarnos”.
Imágenes: Bichos del Campo. Esteban “El Colorado” López.
https://bichosdecampo.com/
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